Sociedad, barbarie y mecánica cuántica
29 Abr, 2013 | Por Ramón Tijeras | Seccion: LibrosHace unos días el filósofo y crítico de arte Ignacio Castro Rey ofreció una charla en la galería Liebre de Madrid sobre la potencia ética y estética de lo repentino bajo el título de “Revoluciones al margen”. El acto servía para volver a presentar su libro de reciente aparición, Sociedad y barbarie, en el que lleva a cabo una revisión crítica de las teorías de Marx a partir del análisis de sus textos principales que, según el autor, se han convertido en todo un “canon metafísico que guía nuestra cultura”.
El libro es complejo y no ha dejado indiferente a los marxistas españoles, como se pone de manifiesto en la entrevista que le hace Pablo Chacón para la revista Página 12 de Buenos Aires y que se puede leer aquí.
En el encuentro que nos ocupa de la galería Liebre Castro se acerca de nuevo a su obra, pero esta vez desde el punto de vista del arte. Él mismo explica que “hay experiencias cruciales que sólo se dan fugazmente, cuando algo nos asalta por sorpresa”. Afirma que “sin posible preparación, esos momentos nos cogen desprevenidos, a contrapelo de cualquier anticipación”. Y entonces, “algo se precipita: es lo que llamamos acontecimiento, la pulsación de un tiempo interior a la historia”.
Las metáforas de Castro tratan de capturar sensaciones fugaces que al fin y al cabo son las que conforman la identidad última de cada uno. Esas metáforas a veces son difíciles de seguir porque requieren aprehender lo que dice en el instante y en medio de la rutina diaria. “Con frecuencia –dice– los inevitables planes del día son sólo una pantalla de contraste para que la anomalía resalte. Aunque sea mínima en magnitud, casi imperceptible, esa revelación divide la vida en dos”.
Castro relaciona esos momentos con los que intenta atrapar la actividad creativa. “De hecho –continúa–, jalonamos nuestras biografías por esos instantes sumergidos de los que se ocupa el arte. Precisamente Sociedad y barbarie critica la filosofía de Marx porque no ha hecho más que prolongar de manera “alternativa” nuestra dedicación al gran formato, al conductismo masivo de las líneas de fuerza. Hace tiempo que el juego de mayorías y minorías oculta lo ocurre en los márgenes, en un registro “infraleve” que lo social tiende a relegar a la clandestinidad”.
Esta lectura de lo pequeño y fugaz, que habla del acto individual y único frente a la alienación social impuesta por el conductismo de las masas, sugiere la necesidad de disfrutar de una especie de tiempo antiguo o, en sus propias palabras, “tiempo estático”, para percibir o asimilar de verdad lo que ocurre a nuestro alrededor.
Castro cree que “la poesía y el arte sugieren no obstante, bajo nuestro espectáculo diario, que en la aparente marginalidad de esos “fenómenos de borde” nos jugamos la vida, todos sus giros cruciales” y que “lejos de quedar encerrados en lo privado, esos lapsos secretos del tiempo son los que generan comunidad”.
El aburrimiento, el vacío y la nada se configuran entonces como espacios de reposo necesarios para el pensamiento y la búsqueda de una identidad que muchos, tal y como se puso de manifiesto durante el coloquio posterior, encuentran en las religiones.
El filósofo gallego habla del “Alien en el propio cuerpo” como percepción de la muerte y la necesidad de relegarla al más allá. Y como consecuencia de ello, destaca la sensación permanente con la que vivimos el miedo a lo latente y al entorno que provoca ese estado de vigilia en que nos encontramos como antesala del acto creativo.
Cuando habla de registro “infraleve” y “fenómenos de borde” creemos que se refiere a los territorios donde se puede descubrir ese diablo que llevamos dentro, casi fantasmal, del que se nutre el arte contemporáneo.
Entre otros conceptos, expresados metafóricamente, Castro pone sobre la mesa la idea de lo infinitamente pequeño frente a lo infinitamente grande, de lo imperceptible para unos frente a lo que pueden ver otros, lo cual es un problema relacionado con la capacidad de percepción de los sentidos pero más aún con la capacidad de capturar el alma de las cosas, las tendencias o los momentos.
Y llegados a este punto, nos preguntamos cómo en ese intento por capturar lo repentino, lo imperceptible y lo pequeño, lo que está en el borde, no aparece nunca una reflexión en términos más científicos, tal y como parece que está situada la discusión hoy en día, a caballo entre la filosofía y la ciencia. Sobre todo, tras casi un siglo de investigaciones en el que un buen número de científicos han tratado de conectar lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, mediante una teoría del todo que conjugue la mecánica cuántica con la teoría estándar de la física clásica.
Tras la detección del bosón de Higgs, un tipo de partícula elemental que explicaría el mecanismo por el que se origina la masa en el Universo, cuya aparición en el LHC, el Gran Colisionador de Hadrones que opera el Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN), se ha puesto boca abajo todo lo que tiene que ver con la idea de vacío desde Demócrito hasta hoy.
El filósofo griego ya intuía el vacío como algo imperceptible pero importante para entender las distorsiones en la percepción de los sentidos. También como algo que tenía que existir con una cierta entidad, en este caso la fuerza que configura la masa de las partículas, mediante un análisis racional a la espera de que con el paso del tiempo, tal y como ha ocurrido, los superceleradores modernos pudieran explicar de qué se trata.
Esta perspectiva desde el borde, que afecta tanto a la filosofía como a la ciencia, esconde la discusión sobre lo imperceptible en el espacio, gobernado por el principio de incertidumbre que plantea la mecánica cuántica, hasta adentrarse en el problema de la conciencia desde un punto de vista físico y neural, cuyo funcionamiento estaría detrás de esos acontecimientos reprentinos de los que habla Castro y que tienen que ver con los procesos de la memoria, su significado y tal vez con el recuerdo encubridor y el inconsciente de Freud, que puede estar detrás de la identidad última de las personas.
Nos preguntamos si Castro encontraría pertinente una incursión en este terreno y si creería útil explorar el valor de los acontecimientos desde una perspectiva más científica y acorde con los nuevos tiempos en los que se plantea la investigación sobre el funcionamiento de la conciencia, como uno de los mayores desafíos del ser humano, siempre al filo de este Universo, para explicar la realidad.
Tal vez sea el enfoque evidentemente social y político que Castro confiere a su obra, lo que le lleva a transitar entre la heterodoxia del pensamiento occidental (Leibniz, Nietzche, Lacan, Deleuze), sin acudir a las sugerencias científicas de arriba.
Decía Feynman, el gran teórico de la electrodinámica cuántica, al hablar sobre la belleza, que “el sentido estético puede existir en formas menores”, refiriéndose a la mirada restrictiva que muchas veces tiene el mero humanista sobre la naturaleza, sin tener en cuenta los detalles que puedan revelar estudios más detallados sobre, por ejemplo, las partes de una rosa, o las últimas investigaciones sobre el comportamiento de las partículas.
Hoy día, muchos experimentos cuánticos certifican que la realidad contradice muchas de nuestras conjeturas lógicas sobre el funcionamiento de la naturaleza. La experiencia, a escala infinitesimal, contradice a la razón. Tal vez esta paradoja sea la que explique tantas diferencias a la hora de interpretar la realidad y que la necesidad de explicarse es lo que genera también nuestra necesidad de comunidad.
Castro, desde su perspectiva social, afirma que si no interactuamos desaparecemos. Y nosotros nos preguntamos si no se trataba de eso, de desaparecer para aburrirse un poco y pensar, pues parece que seguimos incurriendo una y otra vez en lo contrario, en mostrarnos, en aparecer y actuar en el escaparate, enviando correos electrónicos, haciendo revistas o dando charlas en galerías de arte, en busca de las singularidades del individuo frente a la alienación masiva, pero siempre atrapados en la misma red social. Como cazadores de partículas en un viejo café del siglo XIX.