Si Melville levantara la cabeza… en Cádiz
6 Sep, 2012 | Por Ramón Tijeras | Seccion: Artículos destacadosAl finalizar el día suelen coincidir frente a la alameda gaditana los pesqueros del Puerto de Santa María que terminan su jornada con los de Cádiz, que doblan la Punta se San Felipe para faenar durante la noche. A bordo de un pequeño velero que regresa de Rota a Cádiz con viento de Poniente, el tráfico marítimo resulta espectacular. Trasluchando y saltando sobre la estela de las olas que provocan los motores de decenas de embarcaciones, entre sirenas de saludo y con el mar teñido de un rojo intenso y brillante, hay que mirar a proa, a popa, a babor y a estribor para anunciar y prever la maniobra de cada capitán. El trajín revela una frenética actividad que lucirá al día siguiente sobre los cajones de las lonjas y las plazas de abastos de la bahía.
El espectáculo recuerda al ambiente pesquero que describe Melville en Moby Dick alrededor de Nantucket, el puerto de Massachussets que alojaba a aquellos viejos balleneros, ya casi en extinción, capaces de recorrer medio mundo en busca del gran leviatán.
Las diferencias son grandes. La pesca en el golfo gaditano es de bajura. La agónica travesía del capitán Ahab a bordo del Pequod recorre los mares con visos de tragedia griega.
En Cádiz muchos barcos basaban su supervivencia en los caladeros marroquíes, Hasta que se agotaron las cuotas europeas. Luego se centraron en la pesca del boquerón, hasta que las propias autoridades españolas prohibieron a mediados del último mes de agosto su captura desde el Estrecho hasta Huelva.
Si Melville levantara la cabeza en Cádiz, tendría para realizar un catálogo de calamidades más extenso y variopinto que el de Moby Dick sobre la caza de la ballena. Desde el boquerón prohibido hasta el puente del bicentenario que, después de aprobarse su financiación a trancas y barrancas, se estrella contra la crisis del doce. Tampoco fue moco de pavo el esperado encuentro de magistrados de los tribunales supremos iberoamericanos, al que no asistió el titular español tras su dimisión por el lamentable episodio de sus viajes a Marbella. Este verano ni siquiera se llenó la plaza de toros de El Puerto cuando, por falta de publicidad, el rey presidió una corrida como parte de las celebraciones del bicentenario de la Constitución de 1812.
Después de que el Cádiz Club de Fútbol fracasara en su intento de subir a Segunda División en el último minuto del último partido en el Ramón de Carranza, la celebración del bicentenario, con estadio nuevo, pintaba mal. El nuevo Carranza se estrenó con un lamentable partido de la rojita contra los mexicanos, que finalmente ganaron la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Londres.
En la crónica marinera de esta sucesión de contratiempos hay que incluir el hundimiento del Vapor del Puerto poco antes de que comenzasen los fastos para la celebración del Bicentenario. Justo en el momento más inoportuno, Cádiz se queda sin Vapor. Tampoco acudieron todos los barcos de época que colmaron los muelles de la ciudad en 1992, con ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. La reunión habría hecho las delicias de Melville al atraer algunas goletas y bergantines de interés. Pero si en el 92 los barcos tuvieron que atracar en paralelo formando filas de tres en tres, en esta ocasión ha bastado con un atraque sencillo presidido por Elcano junto al italiano Amerigo Vespucci y otros buques procedentes de Colombia, Portugal o Polonia.
Tampoco se pudo celebrar una gran exhibición aérea sobre la playa de la Victoria mientras la flota de veleros zarpaba rumbo a La Coruña. En el horizonte, bajo un sol de justicia, se apreciaba el velamen de la expedición maniobrando como si estuvieran reviviendo la batalla de Trafalgar, sobre las mismas aguas en las que Nelson doblegó a la hasta entonces Armada Invencible. En este Bicentenario ni siquiera se han visto barcos ingleses o franceses. Han venido polacos, rusos y muchos sudamericanos. Al subir a sus cubiertas en los muelles de Cádiz después de leer Moby Dick por la mañana en la playa, uno se podía transportar a otra época, sobre las maderas nobles de sus botavaras y al abrigo de ese blanco amarillento de sus velas rizadas.
Si un pequeño velero alcanza fácilmente los 27 nudos con viento de Levante en la bahía de Cádiz, resulta increíble pensar que la velocidad media de un bergantín goleta como Elcano se desplace a una velocidad media de entre cuatro y cinco nudos. Eso da idea del tempo con el que transcurrían las travesías melvillianas, en mitad de la nada durante días a la espera de acelerar los corazones de sus marineros durante la persecución de un cachalote a bordo de embarcaciones a remo y vela más pequeñas.
Los barcos grises que se divisaban desde la costa gaditana durante la parada naval de la Regata del Bicentenario parecían fantasmas tamizados por la neblina y el sol, como una postal antigua, tal y como se puede disfrutar hoy el casco viejo de la ciudad trimilenaria. Una ciudad llena de torres vigías que parece varada en el siglo XVIII mientras el resto del mundo avanza a velocidad de AVE, otro progreso técnico que aún no ha llegado a Cádiz por el ritmo que imprime la crisis a todo lo que tiene que ver con Cádiz.
Si Melville levantara la cabeza en Cádiz vería que todo en esta ciudad ha ido de más a menos, como la distancia que separa la ballena del boquerón. Del esplendor fenicio y romano, los conquistadores de Indias y las libertades que se conocieron durante el periodo constituyente, que convirtieron a la ciudad en capital de España durante el sitio francés, hasta la actualidad teñida de paro, de emporios residenciales desocupados y de cruceros turísticos que no encuentran una infraestructura capaz de absorber la voracidad de los nuevos viajeros del siglo XXI, que prefieren transbordar del barco al autobús para llegar a Jerez y Sevilla, antes que disfrutar de una puesta de sol en el balneario de la Caleta, con la antigua escuela náutica y el edificio Valcárcel abandonados a su suerte junto al mar.